El caballero Alvar Garci Díez de Ribadeneyra, maestresala de Enrique IV, casó con María Díaz de Ávila, al servicio de la futura Isabel I de Castilla, por entonces hermana del rey.
Derivado de los entresijos políticos de la época estalló la Guerra Civil por el trono. Alvar Garci, habiendo quedado viudo, fue llamado a la guerra en favor de su señor contra la propia Isabel y su esposo Fernando II de Aragón.
Intranquilo por el futuro de su hija doña Mayor Díez y sus sobrinas, aprovechó sus tierras, en la zona de Vallecas, para levantar un convento donde refugiarlas. Pidió licencia al arzobispo de Toledo en 1473 y mandó construir una gran casa para tal efecto acogiéndose a la regla de San Francisco. Después, al frente de sus hijos, el comendador Pedro Díez y Francisco Díez, alcaide de la fortaleza de Chinchón, dirigió sus mesnadas al frente.
Tras la guerra y por nuevos menesteres políticos pasó al servicio de los Reyes Católicos, hasta el punto de que el rey Fernando le hizo miembro del Consejo Real y envió como embajador ante el rey Juan II de Portugal. El monasterio de La Piedad Bernarda, por su parte, entró en la orden de Cister y se mudó al centro de Madrid, a la Calle de los Peligros, donde las hermanas fueron conocidas como Las de Vallecas.
Somos testigos de la despedida de Alvar Garci de su hija al frente de sus hombres
Los primeros rayos del alba acarician, con luz dorada, el recién convento construido. Emocionadas y consternadas las hermanas bernardas ven partir a la guerra a sus familiares. En pie, al frente de ellas, doña Mayor Díez, espera el pasar de su padre. Los estandartes ondean al viento, antiguos emblemas de linajes castellanos. Retumban los cascos de los caballos sobre el entrechocar férreo de armaduras. Una sinfonía de guerra y gloria perfuman el aire de esta mañana, en contraste con el serio semblante de los hombres de armas de a pie, portando escudos y lanzas.
Tras ellos, los caballos de los nobles, acompañados de la brisa fresca, portadora de murmullos y cánticos. Destellan las armaduras. El tintineo, metal sobre metal de las grebas cruje en los estribos, los guanteletes emiten el sonido de acero aferrado a las riendas que acompañan el eco metálico del peto.
El caudillo de la mesnada atisba el convento, seguido por sus hijos, capitanes de la fuerza bélica que dirige. Presiona las espuelas en el lomo del corcel, dirige las riendas hacia su hija, que altiva y solemne, espera en la plaza parroquial de Vallecas. Alvar Garci la mira orgulloso y compungido por su marcha. Extiende la mano que Mayor agarra y besa estremecida. El aire siente tristeza, resolución y honor. Alvar mira a su hija entre la ternura y la autoridad. Por fin habla.
— Hija mía, debo partir. El Deber llama nuestro Honor. Mi buen señor Enrique nos necesita. Así pues, aquí quedáis guardando nuestra gente y nuestra tierra. Que este convento os dé refugio a ti a vuestras hermanas de orden. —
Doña Mayor, ojos llorosos, voz quebrada, responde:
— Padre, sabemos del sacrificio que se ceñía sobre nosotros. Ayer madre, hoy vos, tenga su alma en la gloria el Señor y a mi padre os de ánimo y valor. En vuestra ausencia acepto el compromiso con testigos en vuestros caballeros, nuestras religiosas y el pueblo que os despide, cuidaré tierra y pueblo. —
Alvar sonríe firme y orgulloso:
— ¡Sea!, ¡Hombres! ¡Castilla nos llama! ¡Mujeres y vasallos que aquí os dejo! ¡Vallecas os necesita! ¡Partimos! —
Como un estruendo el ejercitó deja el pueblo, entre el sonido coceo de las monturas, pasos de la hueste y la resonancia metálica de las armas dan fin al medioevo hacia el Renacimiento. Lo último que ve son los estandartes en la lejanía de la llanura. Doña Mayor sigue de pie, absorta en la distancia, después suspira y camina hacia el convento de aquellas nuevas hermanas: Las de Vallecas.