El cuchillo de Malasaña

Texto e ilustración:  Jorge Chaumel,  Doctor en Historia, cinéfilo empedernido y escritor de relatos

Llegado al mes de mayo, in­merso en las festividades tradicionales de Madrid, es difícil no recordar aquella Guerra de la Independencia y el famoso dos de mayo cuando, entre otros, cayó Juan Malasaña, más conocido por ser el padre de Ma­no­li­ta Malasaña, aquella costurera caída en las refriegas madrileñas de la famosa jornada.
Juan, por su parte, natural de Vallecas, fue bautizado en el barrio, como reza la placa en el pórtico de la Iglesia Parroquial de San Pedro Advíncula: “De es­te lugar de Vallecas, a once días del mes de febrero del año de mil setecientos cincuenta y nueve.” Lo curioso de la familia es que, irónicamente, su origen era francés, de la región de Mia­let, en el Obispado de Cla­ra­mont.
A lo largo del siglo XVIII se ha­bía dado una emigración fran­cesa que, atravesando los pi­rineos afincaron en el pueblo de Vallecas, especializándose en la industria panadera y la ex­plotación de tahonas. Una de aquellas familias horneras fue la llamada Malasange. Juan, su cuarto hijo, extendió el negocio fa­miliar, casó con Marcela Oño­­ro y tuvo una hija: Ma­nuela.
La familia Malasaña Oñoró vi­vió los primeros años del s. XIX en la calle de San Andrés, junto a la actual plaza del 2 de mayo. Trabajaron en una tahona de la esquina de la calle Divino Pastor y fueron testigos de la ocupación francesa, los abusos de los soldados y la impertinencia de la invasión. El pueblo estalló ante la soberbia gala en las inmediaciones del Palacio Real, en la Puerta del Sol, en el parque de artillería de Mon­te­león… Allí, un centenar de ve­cinos, unidos a los capitanes del Real Cuerpo de Artillería Pedro Velarde y Luis Daoíz, resistieron durante unas horas al poderoso ejército napoleónico y, junto a ellos: Juan Ma­lasaña. Una vez derrotados, los madrileños supervivientes hu­yen por las calles aledañas an­te aquel día de sangre y pólvora.

Acompañemos, en esta funesta jornada, a Juan durante aquellos últimos minutos de su vida

Mañana del 2 de mayo de 1808, calles del barrio de Malasaña…
Juan ve a su hija caer bajo el ca­ballo del coracero francés. No sabe qué ha pasado en esa ma­ña­na de muerte en las callejuelas de Madrid. Lleva horas combatiendo en el parque de artillería junto a los oficiales Daoiz y Ve­lar­de contra los malditos franchutes. Todo ha terminado, fi­nal­mente ha sido borrada toda re­sistencia del cuartel. El bombardeo artillero les ha aplastado y las descargas fusileras invasoras hacen el resto. La carrera por salvar el pellejo se hace interminable, en todas partes espantadas, muertes, sacrificios… Lo que empezó como una esperanza al amanecer, ha muerto al al­muer­zo… Solo queda sobrevivir.
Corre por las calles navaja en mano, jadeo constante, bombeo sanguíneo acelerado… y entonces repara en Manuela, su joven hija, caída, rendida bajo el cuatralbo mamífero, bajo el asqueroso invasor forrado de acero. Y junto a él soldados de azul y elevado gorro emplumado se acercan a la inconsciente Manuela. Ignora el porqué de la situación, si ha sido detenida cual error por portar tijera en bolso, si ha despachado a algún francés o si intentan abusar de ella. Todo da igual. Todo es rojo, sangre bu­llen­do, rabia inconsciente. Abre la boca, aprieta los dientes, empuña su acero.
En instantes todo pasa por su mirada, su ascendencia francesa parece un chiste ahora, su apellido originariamente gabacho: Malesange, su infancia en Va­lle­cas, su bautismo en la igle­sia… las panaderías que regentaban descendientes afrancesados, la muerte de su padre, los cuidados para sus hermanos pe­que­ños, su amor, y esos primeros instantes de la pequeña Ma­nuela en sus brazos. Años tranquilos, trabajo en el centro de la ciudad, panadería en Divino Pastor y ver cómo, poco a poco, las calles se llenan de invasores. Y ya.
Sale de sus recuerdos porque la sangre emergente del cuello del granadero francés, quien no le ha visto venir, ni a él, ni a su acero cortante, se derrama sobre el rostro. Empuja al caballo, grita blasfemias. Se revuelve contra el compañero, esquivando la bayoneta, acierta en el costado. El caballo del coracero relincha, cocea y encabrita. Juan frena el embiste equino con su simple mano, brazo tenso y desesperado, haciendo temblar al coracero que, horrorizado, alza su sable contra él. Juan descarga diversas navajadas contra el jinete, el caballo enloquece, el francés se desangra mientras golpea con el sable. Vienen más franceses, un culatazo se descarga en la sien de nuestro hombre, cae junto a su hija. Todo es oscuridad y paz. Juntos pasan a la leyenda de Madrid, del barrio de Ma­la­saña… y de Vallecas.

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