Meditaciones de Mahmud-Abd-el-Kas

Cuenta la leyenda fundacional vallecana que, en tiempos de la Reconquista, tras la toma de Toledo por Alfonso VI, en aquel noviembre de 1085, todas las regiones de los alrededores, con  Madrid incluido, quedaron bajo el gobierno de Castilla. Los pueblos islámicos y sus señores, convertidos en mudéjares, acataron el nuevo señorío pagando sus respectivos impuestos. 

En aquel entonces la zona de Vallecas era dirigida por un noble árabe que pasó a la Historia como el moro Kas, pero bien pudo haberse llamado Mahmud-Abd-el-Kas. Dicen que vivía en Torrepedrosa y que tras la derrota de sus congéneres fue obligado a asentarse en el valle cercano, en la cuenca del Manzanares. Allí estaría vigilado por las nuevas autoridades y  allí quedó con sus gentes, cuidando de sus tierras, sumiso al rey de Castilla y nostálgico de otras eras. 

A lo largo de los años y entre los pueblos del lugar, aquella zona fue conocida como el Valle del moro Kas. Valle del Kas que siglos después derivó en nuestro Vallecas. 

Sería fácil imaginárnoslo asomado en el ventanal de la torre Pedrosa, o en su palacete desde donde cuidaba su feudo, lamentándose y elucubrando sobre lo que fue y dejó de ser, meditando sobre el esplendor Omeya, los sueños de Al-Andalus y su supervivencia.

Atardece, los últimos rayos del sol apuntan certeros a su rostro haciéndole fruncir el ceño y entrecerrar el ojo izquierdo. Mahmud-Abd-el-Kas suspira apoyando la mano en el quicio ventanal de la mashrabiya, mirador de celosías. Todavía vestido con sus mejores galas, manteniendo presencia de antaño, sujeta la gumía pegada a la cintura y medita una tarde más sobre el ocaso de su poder. 

Escuchemos sus pensamientos

-: Comencé en la nada y a la nada regreso, esa es la voluntad del hacedor. Recuerdo cuando los llamamientos a la oración calmaban el aire, sin ser perturbado por otros sonidos menos puros que el adhan cuando llaman desde los minaretes. Ahora, si bien seguimos celebrándolo, la voz pura de mis hermanos es rota por las estridentes campanas de las nuevas iglesias.

Me enseñaron mis mayores que el Califato de Córdoba y el poder Omeya trajeron prosperidad y seguridad. El buen señor de mis antepasados Muhammad I, quinto emir independiente de Córdoba, e hijo de Abderramán II, recorrió las calzadas romanas, construyó un palacio en las inmediaciones y un reducto militar  de nombre Mayrit. Partida de razzias y aceifas musulmanas, defensa fronteriza entre Guadarrama y Somosierra rodeada de atalayas, desde donde oteábamos llanuras y peligros.

Todo fueron cantos y bendiciones, épocas de paz y de poesía… Más ya no se oyen los cánticos ni se escucha poesía, todo acabó. 

Quién iba a decir, oh profeta, que después nuestro poder se disgregaría… Cayó el imperio, murió Almanzor, la amenaza de los alfonsos, esos perros cristianos, presionaron al norte, y los fanáticos almorávides, seguidores de Ben Yusuf, hicieron lo mismo por el sur. 

Todo se corrompió y desplomó. Mil reinos ismaelitas florecieron, en guerras unos con otros, aquellos llamados taifas. Y Mayrit quedó integrada en la taifa de Tulaytula, lo que los castellanos llaman Toledo. Mis señores los Banu Di-I -Nun intentaron mantener la grandeza de antaño, pero todo fue un espejismo.

Nosotros éramos más débiles, ellos más fuertes, imperiales, fueron los tiempos de mis abuelos y del pequeño imperio cristiano de Fernando I de León. El resultado, oh señor, que nuestro buen rey al-Mamun entregaría anualmente una cantidad en monedas de oro para no ser atacado por los leoneses y ser protegidos por ellos.

Cuando llegó mi momento gobernaba feliz sobre mi atalaya, dirigía mis tierras, cerros y valles. Gasté oro, disfruté de mis mujeres  y degusté manjares.

Sin embargo, el tirano Alfonso, hijo de Fernando, maldígale Allah, se hizo con Toledo y llevado por la soberbia pensó que la rienda de Al Andalus se hallaba en sus manos. Lanzó sus algaradas contra ochenta ciudades, sin contar los pueblos y aldeas florecientes. Allí caí derrotado y las lágrimas de nuestros antepasados cayeron desde las generaciones de Fátima y el profeta. Sea pues su voluntad. 

Perdimos nuestro Dar al Islam, nuestra tierra del Islam, perdí mi atalaya… Mis hermanos ismaelitas obligados a trasladarse fuera de la muralla, a las humedades del río, muchos desistieron y marcharon a Córdoba… mas yo resisto. 

Nunca fui propio de caravanas y menos de destierros. Esta es mi tierra. La de mis ancestros y aquí quedé y quedaré… Pago mis impuestos, velo por mis súbditos y recito mis oraciones. Esta es mi tierra, este es mi valle… el valle del Kas.

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