Cuando el Jarama sangró

Desde el comienzo de la Guerra Civil la capital fue un objetivo primordial en ambos bandos. La necesidad de tomarla por parte del mando sublevado  y  la resistencia a ello desde el republicano dio como resultado la denominada Batalla de Madrid. Entre inicios de noviembre de 1936 y marzo de 1937 provocó multitud de episodios, avances y retiradas… hasta que el general Franco ordenó cambiar de objetivo. 

Uno de los momentos más cruciales fue la denominada batalla del Jarama. El avance franquista intentaba dominar las carreteras de Valencia y Barcelona, sin embargo, aún con conflictos internos entre sus mandos y cierto caos entre sus tropas, las fuerzas milicianas junto  a los brigadistas internacionales y unas resolutivas acciones aéreas lograron resistir, quedando el capítulo en tablas. 

 

Visitemos la zona, tierras castellanas al sureste de Vallecas, allí entre el Cerro Pingarrón y La Marañosa, en aquellos días…

Los primeros destellos del sol en aquel 6 de febrero de 1937 se extienden entre los parajes del Cerro. El río Jarama refleja las aves que sobrevuelan el valle recibiendo el día. En una colina cercana el general Francisco Franco coloca los prismáticos, ajusta la distancia interpupilar, gira la rueda de enfoque central y suspira antes de exclamar con ligera voz meliflua: –  Hagan fuego.

El  tronar artillero despierta la fauna de las orillas del Jarama, bandadas de pájaros huyen revoloteando. Tres columnas de cansada infantería avanzan por La Marañosa, San Martín de la Vega y Ciempozuelos. El estruendo de los motores de las unidades mecanizadas sobre sus orugas y cadenas aplastan la flora y refuerzan el estruendo de la guerra.  La batalla ha comenzado.

A escasos kilómetros el  general José Miaja baja sus binoculares. – Sí, ha comenzado. Señores: adelante –  Ordena  a sus oficiales. El alba recorta la sombra de los soldados republicanos que, entre determinación y resignación, suspiran, rechinan los dientes y se acompañan de los chasquidos y sonar metálico del cargar de las armas.

Después todas las baterías escupen fuego y muerte. En la lejanía del campamento enemigo  se oyen las explosiones. Ataques y contraataques, nuevos repliegues y avances. Es un juego mortal que se repite varias veces  en un mismo día. Por fin el sol crepuscular da por terminada la jornada de sangre.

 

Ya es de noche, se oyen las alimañas de la ribera y el chapoteo de los mirlos acuáticos.

Abdel y Mohamed, marroquíes de nacimiento al servicio de la Legión, cruzan el río, descalzos, puñal en mano, escalan el puente protegido por los cañaverales, degüellan a los centinelas, caen sus sombras al río.

–¡Tomemos ahora el puente de Pindoque!- Grita el capitán, desde las sombras de la retaguardia nacional. Sus hombres, en una operación valiente y relámpago, despejan la zona, lanzan granadas, se atrincheran en las vigas del puente, descargan sus fusiles, calan bayoneta y cargan entre el humo. Hieren, matan… los defensores del puente huyen. El paso está libre, cinco batallones a pie acompañados de camiones y tanques atraviesan el puente. 

  General. Los fascistas ocupan el puente. – El general Modesto tira su cigarrillo al suelo.  – ¡Mierda! ¡Reforzad en contraataque!¡Reforzad los puentes, me cago en mi madre!

Se oyen cánticos en diversas lenguas, llega la XII Brigada Internacional – Nosotros recuperamos puente, españolitos. – dice con sorna un polaco marchando al frente.  Morterazos, ráfagas de ametralladoras, intercambio fusilero… 

Tras trece días de combates los cadáveres son arrastrados por el río bermejo ante la devastación sanguinolenta. Una patrulla nacional llega a rodear La Marañosa y levantan bandera rojigualda. Las posiciones se mantienen.

Rancho frío, latas conservas y coñac, en un cierto respiro en los dos lados del río los maltrechos soldados se alimentan para subsistir. 

Ambrosio del Hoyo dinamitero, prepara la cena en un momento de paz, sus compañeros se acercan relamiéndose ante los olores que salen de la olla. 

– ¡Joder, los fascistas! – grita el vigía, cogen los fusiles apuntan y disparan, tienen que retirarse.

– Me cago en mis muertos, ni la República, ni los fascistas, ¡Ni cristo que lo fundó, pelead por esa olla! –

Tres días después por fin cenan su guiso.

Una de las ultimas explosiones alumbra a parte del cuerpo de mando del coronel Burillo. El fogueado militar atisba el horizonte sujetando un mapa de operación y aparta la pipa que fuma, su asistente señala al frente. – Aquí nadie está haciendo nada bien. Hay que volver al río. Comuníquelo. – Le rodean soldados esperando nueva orden, cansados, agotados, todos pendientes. El capitán republicano, sentado en la  trinchera, mira de reojo, de refinado bigote y ojos cansados, ojea a sus hombres, tira el cigarrillo, lo pisa, se levanta. – Una vez más– resopla; –Adelante, ¡Hombres! – Minutos después los choques metálicos, los gritos de dolor, las explosiones de pólvora, la bayoneta en carne, todo sobre el hastío generalizado va dejando paso a gemidos y al silencio.

El Jarama sangra

En el Jarama se sigue combatiendo. 26 de febrero de 1937. La batalla de Madrid está por decidir. La Guerra Civil también. Cañones antitanque toman posiciones, descargan infierno artillero. Surcan silbidos en el cielo, la aviación sublevada toma las nubes, los obuses comienzan a caer. Avance franquista en toda la línea. 

El general Kindelan, a las órdenes del gobierno de la República, escucha a sus oficiales.

– Señor, la artillería fascista funciona como un solo hombre. ¿Qué pasa con la nuestra? Con todo respeto señor, si no  mueve la artillería antiaérea estamos jodidos. 

Kindelan, entorna los ojos, ordena que salgan los bombarderos ligeros alemanes y los chirris italianos. Los motores se oyen sobre las cabezas de los combatientes

Un obús estalla, metralla y esquirlas siegan vidas. Sequedad en la garganta, se respira  humo blanco de pólvora. Cae la noche y se descansa.

27 de febrero. El miliciano Bernardo Perea propone a gritos, al frente de la trinchera, organizar un partido de futbol en un momento de tranquilidad. Acceden y durante unas horas, en esos metros de afán futbolero, la guerra se paraliza. Se saludan los contendientes con una sonrisa en los labios, estrechan sus manos – Espero no matarte luego. –

Tras el partido vuelven a las trincheras. A Bernardo le espera un capitán y dos soldados:       Soldado Perea, queda usted detenido por fraternizar con el enemigo. –

Llueve, la niebla hace imposible las operaciones aéreas, las gotas tintinean sobre el metal de los cañones. El general Varela, desde la vanguardia franquista, ordena:

– Prepárense para abrir fuego. –  Otra lluvia de obuses, destrucción y muerte. 

– ¡Sanitario, sanitario! ¡A ver, esos acemileros! – Se oye en retaguardia. 

Tiendas de compaña raídas se sostienen amparando la actividad interior. Son los servicios sanitarios. El doctor alemán Neumann se desangra en la camilla. Oscar Telge, búlgaro, toma el mando hospitalario:

– ¡Moverse! – 

– No podemos, no podemos…–  Le responden mientras acercan más heridos. 

Oscar se desespera. Acude al camión de material de esterilización, un obús estalla sobre el vehículo, se han quedado sin materiales. La fila de heridos en el suelo se desangra. Gritos y gemidos. Telge agarra una linterna… y un cuchillo… respira profundamente, maldice en su idioma, escupe, mira a su enfermero. – A trabajar…– 

Las operaciones rudimentarias se convierten en torturas con un atisbo de esperanza. Un cabo se acerca con seis mulas provistas de trasportines. Los sanitarios acomodan a los heridos.

Los mandos de la República no saben qué hacer. El teniente coronel Burillo llama al general Modesto: – Toma La Marañosa de una maldita vez, yo estoy rodeando el Pingarrón, hay que acabar con esto ya. –

– Esto está siendo insufrible es  una continua desorganización durante 22 días de batalla, hay bajas innecesarias, como no intervenga la aviación enseguida esto va a ser una matanza. ¿Qué dice el general Líster? –

– Líster ahora mismo está desaparecido. – Le responde.

– Ése está de putas. – maldice Burillo. – Estamos perdidos.

Un grupo de falangistas cargan fusiles tras unos matorrales, sombras en la distancia, en el vado del río, hablan en inglés. –¡Son brigadistas!¡Putos giris! – Descargan todo su plomo, las sombras caen sin capacidad de reaccionar. Son visitadas después por sus ejecutores. – Mierda. – dice el capitán falangista. 

– Eran los irlandeses católicos. –

– ¿Y qué? – pregunta un soldado – Pues que eran de los nuestros ¡Imbécil! –  

Ambrosio del Hoyo huye de los moros, ve una mula muerta y se esconde en las tripas, siente las bayonetas atravesar el animal muerto, pero no le descubren. Después oye bombardeo y motores de aviones. Los moros huyen, Ambrosio asoma bajo la piel de la mula hecha jirones y mira al cielo.  La aviación sublevada se retira ante el ataque de loz cazas republicanos – ¡Por fin! – Exclama.

Un capitán franquista recibe una llamada que le pasa su asistente, mientras espera dar salida a un último avance. – ¿Retirada inmediata? … ¡No me joda!… sí, sí, acataré su orden de la misma manera que  cuando me ordenó resistir…–

En un cerro próximo un capitán se acerca a Líster inmerso en mapas sobre una mesa en la tienda del Estado Mayor. – General, los fascistas se retiran. – El general recoge sus mapas y sale de la tienda para informar a Largo Caballero, presidente del Consejo de Ministros de la República, que observa las operaciones.

Caballero baja los prismáticos. Todo ha terminado. Cuando el último disparo resuena en el aire el polvo se asienta sobre los muertos. Silencio, solo roto por el pisar de botas raídas y alpargatas mal atadas, pequeños susurros, los milicianos vuelven a sus puestos.

Al pasar por entre heridos, reconocen lo queda de las Brigadas Internacionales tras dos mil heridos y setecientos muertos, allí Alex Mac Dade  canturrea entre dientes:

Fue en España en el valle del Jarama

lugar que nunca podré olvidar

pues allí cayeron camaradas

jóvenes que fueron a luchar.

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