El niño de Vallecas

Diego Rodríguez de Silva y Velázquez estaba considerado un gran pintor cuando desarrolló una cierta fijación en retratar bufones y enanos propios de la corte española del  siglo XVII. Aquellos alegraban a la familia real y las camarillas que la frecuentaban. Entre ellos destacaba Francisco Lezcano natural de Vizcaya, activo en la corte de Madrid desde 1634. Inicialmente al servicio del príncipe Baltasar Carlos y finalmente, entre los años 1645 y 1648, alejado de palacio. Murió en 1649. En su etapa más activa tuvo la suerte de ser inmortalizado por el pintor sevillano. Su apodo “El Niño de Vallecas” aparece designado a su retrato en 1794, más de cien años después de su muerte, sin confirmar si respondía a él en vida. Posteriormente poetas como León Felipe o Vicente Aleixandre compusieron versos sobre el personaje. 

 

Debía de correr el año 1635

Es un día luminoso que escogemos para nuestra parada temporal: taller de Velázquez, Palacio de la Corte. El pintor seca sus pinceles, prepara el lienzo, mira a la ventana, entran los primeros rayos de sol mañanero.

Se abre la puerta, asoman manos pequeñas y cabeza grande, con contoneo corporal entra, alegre y risueño, un pequeño caballero, bufón de cargo… vestido de paño y sayo verde, color propio de cacerías, mangas rosadas, pierna derecha atrofiada, suela de recio zapatón y  vestimenta desaliñada.

– Para su servicio en esta alegre mañana se presenta ante vuesa merced, Francisco Lezcano “el Vizcaíno”.

– Oriundo de Vizcaya, puedo imaginar…– Sonríe el pintor.

– E imagina bien vuestra gracia, al servicio del príncipe Baltasar Carlos y en estas prontas horas al de sus pinceles… según me han ordenado.

– Oh, no lo tengáis como una orden, os lo ruego, más bien una experiencia que compartiremos  entre bellezas artísticas. – Argumenta el sevillano mientras termina de preparar su paleta de colores. 

Francisco deja soltar una estruendosa carcajada, aguda cual chillido roedor, dejándose caer con gran escándalo entre pequeños lienzos que Don Diego tiene preparados sobre el marco de la puerta.

– ¡Belleza! ¡Dice el pintor! Jajaja ¿Belleza? La mía…

Velázquez se sobresalta, se vuelve armado con pincel y paleta dispuesta:

– ¡Compostura, señor!

– Tenéis razón. – Consigue apalabrar el bufón. – Comprendedme, maestro…  en el arte de los golpes de ingenio y risas fui donado por la divina providencia, mas, belleza y “el Vizcaíno” en la misma frase suena a sorna o malicia.

– Siento la errónea expresión, amigo cortesano, haced pues el favor de tomar asiento en la banqueta tenéis a vuestras espaldas y comencemos.

Varios minutos después Lezcano no puede estarse quieto…

Mira los cuadros en las paredes del taller, canturrea, mueve sus piernecitas colgantes de la banquera, rasca la cabeza por instinto…

Velázquez le da unos pinceles para que juegue con ellos, el bufón sonríe encantado, juega con ellos, silba, se le caen al suelo con ruido, vuelve a explotar su risa chillona.

El pintor entorna los ojos, aprieta la mandíbula, respira profundamente y hablando muy despacio comenta: háblame de ti Vizcaíno… ¿Cómo ha ido la vida? 

– Pues agradecido le relato mis aventuras amigo pintor…

– ¿Qué se le va a hacer? Piensa Velázquez.

– De gran ingenio, decíamos… pero poca dicha en lo corporal. Enano aquí donde me veis, cada uno es artífice de su ventura. Y es que con sus golpes y sus desgracias caí en entretenes de ocios de nobles. Ya figurará  vuesa merced  que  la alegría y la esperanza en mi figura no faltaban en la danza. Mas considero que en cada risa hay un poco de verdad. Y así os diré que compañero de cacería he sido del propio príncipe Baltasar Carlos en la Sierra de Madrid. Antes  me hallé al servicio del funcionario palatino Encinillas ¿Recordáis? Aquel que apuñaló a su esposa por celos de otro bufón, como yo, llamado don Diego de Acedo. Acompañé después  al rey en Zaragoza. Viví en multitud de sitios, pasé por la Villa de Vallecas. Vi mutilados por la guerra. Y considerando que quien canta, sus males espanta…

– ¡¿Queréis estaros quietos y callar de una vez?! – exclama visiblemente alterado el pintor.

El enano calla, mira hacía las sombras, sorbe su nariz, gira su enorme cabeza hacía la ventana luminosa que deja entrar tímidamente los rayos del sol. Se inclina con apacible inexpresividad. Suspira digno. Sus ojos brillan llorosos… Velázquez lo percibe. 

– En veinticuatro años he pintado multitud de enanos y bufones y os juro que nunca encontré a alguno tan molesto, inquieto y parlanchín como vos. Pero si os podéis controlar sentado encima del taburete os invitaré a unos vinos postreros de mi bodega personal.

El bufón sorbe su nariz, traga saliva:

– ¿De Sevilla?

– De Sevilla, por supuesto.

– De acuerdo, adelante entonces…

Ambos suspiran tranquilos, Diego de Velázquez hunde sus pinceles en paleta y el modelo aguanta quieto mientras sonríe de soslayo.

El Niño de Vallecas pasa a la posteridad. 

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