El juicio de Santa Eugenia

Texto e ilustración:  Jorge Chaumel,  Doctor en Historia, cinéfilo empedernido y escritor aficionado

 

El nombre de Santa Eugenia hunde su origen en las leyendas fundadoras del cristianismo. La historia de una mujer decidida y valiente en una época difícil. Conceptuada como mártir católica, reverenciada también por la Iglesia ortodoxa, llega a nosotros a través de las Lecturas sobre los santos: los escritos medievales y biográficos conocidos como La Leyenda áurea.
Por ello sabemos de la vida de Eugenia en Alejandría, capital del Egipto dependiente de Roma, durante la crisis del s.III. Siglo de guerras civiles, revueltas e inestabilidad sociopolítica que tambalearon el Imperio Romano. No obstante, aquello no fue impedimento para que continuasen las persecuciones contra los cristianos.
Una de las más duras y crueles fue la declarada por el emperador Valeriano a través del Edicto del año 257 d.C. En aquella murió ejecutada Eugenia, pero antes protagonizó un curioso caso en el que salvó la vida debido a su elocuencia y acciones decisivas.
Siendo su padre Filippo, prefecto de Egipto, huyó de su casa, con el fin de evitar un matrimonio de conveniencia y, convertida al cristianismo junto a dos siervos, se disfrazó de monje y adoptó el nombre de Eugenio. Con esta identidad ingresó en un monasterio donde llegó a ser abad y fue entonces cuando, acusado de violación por una aristócrata, tuvo que demostrar su inocencia ante un jurado presidido por su propio padre. Sin embargo, éste desconocía que tenía delante a su propia hija.

 

Viajemos, por tanto, a aquel momento

Egipto, Alejandría, Palacio de justicia, salón del prefecto, magistrados en el estrado y jurado en las gradas. Dos centuriones trasladan a Eugenia, vestida de monje, pelo cor­to, rostro desafiante, cadenas en muñecas… tras ella senadores, patricios, plebeyos invitados y la familia de la acusadora. Escuche­mos las palabras de Eugenia, la que todos creen que es el abad Eugenio, en su defensa:
– Huía de mi casa sin que mis padres me descubrieran, para evitar cierto matrimonio… Cabalgando con mis fieles sirvientes pasé por un monasterio y con el nombre de Eugenio entré a formar parte de él jurando mis votos. De tan buen hacer fueron mis años allí que lograron convertirme en abad… Ante las insistencias de todos los her­­manos acepté… Entonces una noble ro­mana llamada Melanzia, la denunciante, intentó seducirme, más al no responderla me denunció con pruebas falsas…-
Voces en desacuerdo, escándalo e insultos surgen desde las gradas de invitados al juicio.
– ¡Silencio! – Exclama el magistrado Filippo, se ha puesto en pie, alza las manos abiertas en señal de atención: – Dejemos ex­poner su defensa al acusado, señores, después deliberaremos ante sus desvaríos… –
Eugenia sonríe de nuevo y continúa: – Su­ce­dió entonces que, entre mis visitas a enfermos de la región conocí a una enferma, esta Melanzia, presente ante todos. Un año atormentaba la fiebre a la muchacha. Acudió a mí por ver como remediar sus sufrimientos. Por sanada, siguiendo mis consejos, fue, y al cabo de unos días devolví a su casa. En agradecimiento confundió mis filántropos in­te­re­ses e intentó desnudarme: – ¡El Infier­no tie­ne un gran lugar en vuestro corazón! ¡Atrás, abominable súcubo! – exclamé. Más no pudiendo soportar la vergüenza de tal de­cepción y con el temor de ser acusada si ella no era primero la inculpadora, partió para Alejandría y paseó por toda la provincia sus mentiras. Todos creían y todos condenaban al abad…-
El jurado hace muecas de desaprobación. Fi­lippo estudia el rostro de “Eugenio”. Me­lanzia llora arropada por sus familiares… El prefecto se levanta para hablar y la sala en­mu­dece… Pero entonces el acusado vuelve a elevar su palabra y su altiva barbilla. Los se­nadores invitados le insultan, el griterío aumenta.
Fuera, en el patio, se oyen látigos, cadenas y ruedas, preparados para el suplicio que ultimarán la confesión que quieren oír. El prefecto da paso a la guardia, que marcialmente llega a la par del acusado asiendo las cadenas que cuelgan de sus manos…
Eugenia, ultimando su última defensa, pronuncia su conclusión:

– Confiando en Cris­to y no queriendo ser mujer he asumido la persona de hombre por Jesucristo, es por ello que muestro mi inocencia y la maldad de la acusadora. Si pues con mis palabras no me creéis, ¡Creed a mis pechos! – Ras­gán­dose su vestimenta, emergen sus senos. Se vuelve al prefecto ante el cual aparece por primera vez como mujer: – ¡Soy vuestra hija! ¡Claudia, vuestra mujer, es mi madre! ¡Yo soy Eugenia!…
Atónitos y expectantes todos, Filippo vuelve a caer en su sillón, boquiabierto:
La sala enmudece, el prefecto se levanta temblorosamente, enrolla su toga al brazo y camina entrecortadamente hasta su hija… Ta­pa llorando sus pechos y vira el rostro hacia ella:
– Hija… mía… – solloza.
Y fundiendo sus cuerpos en abrazo fraternal, demostrada su inocencia, el juicio finalizó.

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